domingo, 22 de abril de 2012
LEYENDA DE NAYLAMP
Dicen los naturales de Lambayeque ( junto a los demás pueblos ) que en tiempos muy antiguos que no saben numerarlos, vino de la parte septentrional de Perú, con gran flota de balsas, un padre Compañas, un hombre de mucho valor y calidad llamado Naylamp que consigo traía muchas concubinas, mas la mujer principal, dícese haberse llamado Ceterni.
Trajo en su compañía mucha gente que como capitán y caudillo lo venían siguiendo, mas los que entre ellos tenían más valor eran sus oficiales que fueron 40. Así uno fue Pita Zofi que era trompetero o Tañedor de unos grandes caracoles, que entre los indios es muy estimado, otro Ñinacola, que era el que tenía cuidado de sus andas y sillas, y otro Ñinagintue a cuyo cargo estaba la bebida de aquel Señor a manera de escanciador, otro llamado Fonga (Fongasigde) que tenía el cargo de derramar polvo de conchas marinas en la tierra que su Señor hollaba al pisar, otro Occhocalo era su cocinero, otro tenía cuidado de las unciones y color con que el Señor adornaba su rostro, a éste llamaban Xam Muchec, Allopcopoc, tenía a su cargo preparar los baños del Señor; otro principal muy estimado era Llapchillulli, encargado de labrar sus camisetas y ropa de plumas, con esta gente (y otros definidos oficiales y hombres de cuenta) tenía adornada y autorizada su persona y casa.
Este Señor Naylamp con todo su séquito vino a asentarse y tomar tierra en la boca de un río, (ahora llamado Faquisllanga) y habiendo allí dejado sus balsas entraron en tierra adentro deseosos de hacer asiento en ella, y habiendo andado por espacio de media legua fabricaron unos palacios a su manera, a los que llamaron Chot, y en esta casa y palacios pusieron con devoción bárbara un ídolo que consigo traían a semejanza del rostro de su mismo caudillo. Este era labrado en una piedra verde, a quien llamaron Llampellec (que quiere decir figura y estatua de Naylamp).
Habiendo vivido muchos años en paz y quietud esta gente y habiendo su Señor y caudillo tenido muchos hijos, vino el tiempo de su muerte, y a fin de que entendiesen sus vasallos que la muerte tenía jurisdicción sobre él, lo sepultaron escondidamente en el mismo aposento donde había vivido, y publicaron por toda la tierra, que él,. Por su misma virtud, había tomado alas y había desaparecido.
Quedó con el imperio y mando de muerto Naylamp, su hijo mayor Cium, el cual se casó con una moza llamada Zolzoloni; y en esta y en otras concubinas tuvo 12 hijos varones, cada uno de los cuales fue padre de una copiosa familia, y habiendo vivido y señoreado muchos años este Cium, se metió en una bóveda bajo tierra, y alli se dejo morir (y todo a fin de que posteridad lo tuviese por inmortal y divino). A su fin y muerte gobernó Escuñain al cual le ducedió Mascuy, y a éste le sucedió Cuntipallec y tras el cual gobernó Allascunti y a éste le sucedió Nofan nech, a éste sucedií Mulamuslan, tras ese señoreó Acunta, al cual sucediole el señorio de Fempellec, que fue el último y más desdichado de esta generación porque puso su pensamiento en mudar a otra parte aquella Dacha o ídolo que dejamos dicho haber Naylamp instalado en el asiento de Chot. Andando y probando este intento no pudo salir con él, y a deshonra se le apareció el demonio en forma y figura de una hermosa mujer y tanta fue la falacia de demonio tan poca la continencia de Fempellec, que durmió con ella según dice: Acabado de perpetuar y ayuntamiento tan nefasto comenzó a llover (cosa que jamás habían visto en estos llanos) y duró este diluvio 30 días, a los cuales sucedió un año de mucha esterilidad y hambre.
Como a los sacerdotes de sus ídolos y demás principales, les fuese notorio el grave delito cometido por su Señor entendieron ser pena correspondiente a su culpa la que su pueblo padecía, con hambres, lluvias y necesidades y por tomar de él venganza, olvidados de la fidelidad de los vasallos, lo aprehendieron y atadas las manos y pies , lo echaron en lo profundo del mar, y así con él se acabó la línea y descendencia de estos Señores, naturales del valle de Lambayeque, así llamado por aquella Huaca o ídolo que Naylamp trajo consigo a quien llamaban Llampellec.
Durante la vida de Cium, hijo heredero de Naylamp (y segundo señor de estos valles) se apartaron sus hijos a ser principios de otras familias y poblaciones y llevaron consigo mucha gente, uno de los cuales llamado Nor se fue al valle de Cinto y Cala fue a Túcume, Cuntipallec a Collique y otros a otras partes.
Un Llapchillulli, hombre principal, con gente que lo quiso seguir se asentó en el valle de Jayanca y allí permaneció su generación y prosapia.
Ya queda visto como por la muerte merecida que dieron los suyos a Fempellec quedó el Señorío de Lambayeque, sin patrón ni señor natural en cuyo estado estuvo aquella numerosa república muchos días hasta que cierto tirano poderoso, llamado Chimo Capac, vino con invencible ejército, y se apoderó de estos valles, y puso en ellos presidios y en el de Lambayeque puso un señor y Cacique, el cual se llamó Pongmassa natural de Chimo. Murió este pacífico Señor y dejó por sucesor un hijo Oxa, y fue esto en el tiempo y coyuntura que los Incas andaban pujantes en las provincias de Cajamarca, porque así que este Oxa fue el primero que entre los de su linaje tuvo noticias de los señores Incas. Desde las temporadas de este comenzaron a vivir con el sobresalto de ser despojados de sus señoríos por mano y armas de los del cuzco.
A este Oxa sucedió en el cacicazgo un hijo suyo llamado Llempisán, a su muerte heredó el señorío Chullumpisan, al cual le sucedió un hermano suyo llamado Cipromarca y tras este señor otro hermano menor que se llamo Fallempisan. Vino y después de ese a tener el mando Efquempisan muerto éste sucedió Secfumpisan, en cuyo tiempo entraron al Perú numerosos españoles”
La horca del Pirata – Plan lector
De mis experiencias como profesor de colegio, hay una que he vivido con verdadero espanto. He ocultado a todo este infeliz episodio; incluso a mi querida esposa, con quien vivo en una antigua casona del puerto de El Callao. Aunque no dis¬pongo de la distancia para juzgarlo, por ser un hecho reciente, quiero manifestar la desesperación que me causaba la escalo¬friante sensación de la soga alrededor de mi cuello y que me impidió muchas noches conciliar el sueño. A veces, bastaban los primeros pestañeos o algún bostezo para presentir la pelu¬silla del esparto acariciándome la garganta. ¡Qué aterradoras horas de insomnio y sufrimiento!
Ahora que lo escribo me siento como el hombre con¬denado a morir que, antes de subir al patíbulo, camina hacia el confesionario para descargar su culpa. Sin embargo, estoy obligado a hacerlo y dejar este testimonio por los sucesos que se desencadenaron tres meses después. Todo empezó en junio de 1974… Lima sufría un invierno inusitadamente frío y con una garúa persistente, condiciones que mandaron a la cama a
medio colegio donde enseñaba y que motivó a que el director estuviera a punto de suspender la actividad que tenía progra¬mada con mi sección. Pero el infausto día llegó. Fue entonces que, el último viernes del mes, ¡cómo olvidarlo!, salí con mis alumnos de primero de secundaria al centro de Lima a visitar la Santa Inquisición.
Las semanas previas las había dedicado, durante mi curso de Historia del Perú, a la época Colonial. Había cumplido mis clases con especial ahínco, porque es la etapa de nuestra historia que más me interesa y que mejor conozco. Todavía me indigna el dolor del Imperio inca devastado. No tengo que hacer ningún esfuerzo para imaginar aquella cultura arrasada y empobrecida; con sus fortalezas hechas ruinas, sus templos incendiados y sus mon¬tículos de muertos por todos lados. Y a Lima la imagino como una ciu¬dadela inmunda, llena de gallinazos e indios pordioseros, atravesa¬da por los lujos de la corte española. Pero de todas mis explicaciones en clase, las que más llamaron la atención de mis alumnos fueron las referidas a los métodos de tortura aplicados por la Santa Inquisición.
Quizás convenga advertir que en mis cla¬ses acostumbro a hacer
un poco de teatro: exagero y dramatizo cada episodio para hacerlo más emocionante. Los profesores sabemos qué prove¬chosos son estos recursos. En el caso de la Inquisición, empecé mi actuación con una denuncia por hereje a un protestante extranjero —aproveché la participación de un alumno—, a quien sometí a juicio con todas las de la ley y terminé arro-jando a la hoguera sin la mínima misericordia. Y concluí: «Así ocurrió con el francés Mateo Salado, el primer condenado al quemadero por tener creencias contrarias al dogma católico. Se alucinaba santo: pronunciaba sermones, repartía catecismos y hasta llegó a vender sus calzones como reliquia. Según consta en el Auto de Fe del 15 de noviembre de 1573».
No eran las crueles persecuciones a los indios, ni las injusticias que operaban en los cabildos, ni las mañoserías de los curas las que despertaban el mayor entusiasmo de mis alumnos; sino los malvados procedimientos de La Santa Inqui¬sición. Cómo les divertía el cuestionario que preparaba para los acusados y cómo los desilusionaba cuando la sentencia era de doscientos azotes o la confiscación de bienes; en cambio, cómo los animaba si el condenado era mandado a la hoguera o a la horca. Un día dije en clase: «Este tribunal eclesiástico comenzó sus acciones al frente de la iglesia de la Merced y se trasladó a la casa de Nicolás de Rivera, donde funcionó hasta que fue abo¬lido. Luego, el local fue reconstruido en ese mismo lugar…».
—¿Quiere decir que existe todavía? —preguntó un alumno.
—Sí —titubeé—… es casi un museo abandonado.
La respuesta desató un bullicio en que podían distinguir¬se algunas expresiones como: «¿Están ahí enterrados?», «¡Qué emocionante!», «¡¿Cuándo vamos?!». Ya sabemos algunos profesores que es fácil dejarnos convencer por los alumnos, de manera que contesté que haría las gestiones para realizar pronto la visita. ¡Desgraciado de mí, así sellé mi destino! Por¬
que unos días después partimos inocentemente de la avenida principal de El Callao rumbo a la Plaza del Congreso de Lima.
Cuando llegamos al Tribunal, un portero malcarado y de edad indefinida nos abrió el portón y nos hizo pasar. Apenas arrastró sus pies unos metros y murmuró: «Continúen ustedes, profesor», para volver sobre sus pasos. Dudé unos instantes antes de ingresar por un largo túnel de suelo adoquinado y sumergirnos en ese ambiente húmedo donde el aire dormía hacía cuatrocientos años. Con los brazos apartábamos las telas de araña y la luz era tan débil que por momentos, a medida que avanzábamos, me parecía no ver los rostros de mis alum¬nos, sino los de unos espectros. Y al sentir sus cuerpos a mi alrededor, caminando apretujados y torpemente, tropezando conmigo a cada paso por la estrechez del pasadizo, me daba la impresión de no llevar una sección de estudiantes, sino de ser conducido a la tumba por una procesión de resucitados.
Desembocamos a unas salas tétricas y quedamos hechiza¬dos por lo que vimos. En la primera de ellas tuvimos ante noso¬tros la gran mesa y los sillones del juzgado, de madera oscura y finamente tallados. En la sala contigua había un púlpito para consagrar misa y poco más allá, en una especie de patio circular, unas diez o doce celdas minúsculas. Al fondo encontramos la cámara de tormento, con los instrumentos de tortura como el potro y el garrote. Mientras mis alumnos observaban el meca¬nismo de la garrucha —que consistía en sujetar al reo con los brazos a la espalda y que unas poleas lo subieran para luego sol¬tarlo abruptamente—, mis ojos se clavaron en un cartel antiguo pintado en la pared, sobre el dintel de la puerta de entrada.
Me aproximé. Dentro del marco de arabescos azulados y rosas estaba caligrafiada una lista de palabras. Me empiné y leí el encabezado: «Auto de Fe» y, a continuación, pude descifrar los nombres de hombres y mujeres, a cuyo lado figuraban el
oficio y la condena. Uno llamó poderosamente mi atención: «Juan Exnem, pirata y luterano, la horca». La fecha del juicio aparecía en la parte inferior: «30 de septiembre del año del Señor, 1580».
Volví fascinado (y terriblemente inquieto) a casa. En los muchos libros de historia que había leído, la presencia de piratas y corsarios en nuestra colonia había sido esquiva1. Yo, que era un devoto lector de novelas de piraterías en el Caribe, admirador de aquella vida salvaje, estaba exaltado de haber recibido una noticia excepcional: un pirata de carne y hueso había sido juzgado en el mismo lugar que yo acababa de visitar; había pisado los mismos adoquines que yo y, tal vez, había sido llevado a empellones por el pasillo, casi como habían hecho mis alumnos conmigo. Por eso, cuando llegamos a la sala donde se exhibía la horca —un armatoste de viejos palos—, tuve un maldito arranque de rapacería y estiré la mano sigilo¬samente, a espaldas de mis alumnos, para desprender una gran astilla del madero y guardármela al bolsillo del saco. ¡Cuánto habría de arrepentirme después!
I se descuelga el pirata
Fueron las últimas noches de septiembre, hirvientes de sueños, que obligaron al pirata John Oxenham a descol¬garse del madero en el que había permanecido todo el fin de semana, como títere sin ojos, para caer desmondongado frente a mi máquina de escribir una funesta madrugada. Medio ata¬rantado, todavía, por el vaho de los siglos transcurridos y por todo el peso de su humanidad recobrada, el extraño personaje abrió de nuevo sus antiguos ojos del color de la tempestad, e impulsó una mano a la oscura culata del pistolón que, junto a un enorme cuchillo, sobresalía de su cinturón de cuero crudo.
Pronunció algo entre dientes que no logré entender y enseguida hizo un gran esfuerzo para enderezar su cuerpo descomunal, apoyando sus puños en el borde de mi mesa de trabajo. Desde sus botas se irguió un hombre de alta estatura y muy descompuesto, bastante grueso para mi habitación atiborrada de muebles y libros, donde solía pasar las noches trabajando hasta el amanecer. Miré su maciza cabeza, de abundante barba rojiza, y su cuello redondo, irritadísimo
como un caldero. Tenía el cabello duro y reseco, peor que un atado de paja, sujeto por un pañolón manchado de sudores en el que iban dobladas sus grandes orejas. Llevaba puesta una andrajosa chaqueta de paño que pudo haber sido, en sus buenos tiempos, de un rojo púrpura con bordados dorados, pero que ahora conservaba apenas un pálido tono rosáceo y unos pocos botones de hueso.
En los primeros instantes me quedé paralizado y sin aliento. Tan atroz suceso ocurrió ayer en la madrugada del 23 de septiembre de 1974, en el mismo lugar donde hoy empiezo a redactar las páginas de este extraordinario relato. Aunque todavía me tiemblan las manos y el corazón se acelera en mi pecho, he decidido ponerme a escribir, porque en las noches sucesivas me temo que volverá a presentarse este personaje… ¿cómo calificarlo: insólito, fenomenal o prodigioso?... y por¬que, además, su presencia parece anunciar una historia fantás-tica. Sé que para muchos será pura invención de un profesor de Historia enloquecido por el pasado, pero puedo jurar que la viví en carne propia y con el alma en vilo.
Desde la visita que había realizado con mis alumnos a la Santa Inquisición, hacía más de dos meses, se había vuelto persistente la crispante sensación de la soga alrededor de mi cuello. Lo atribuí al impacto que pudo haber causado la sala de tortura, y la horca, en mi sensibilidad. Pero a pesar de esa per¬turbación, un obsesivo interés se había apoderado de mi espí¬ritu por indagar acerca de la presencia de los piratas en nuestro país. Jamás descubrí nada acerca del mencionado Juan Exnem, que era el nombre que figuraba en el cartel de arabescos azules y rosas. En cambio, mis búsquedas sí me habían proporciona¬do otros nombres… uno de ellos era John Drake, primo del célebre navegante Francis Drake, a quien había dedicado mis últimos desvelos historiográficos y estaba precisamente termi¬nando
termi¬nando de corregir un artículo2. Durante todo este tiempo de investigaciones tuve sobre mi escritorio, como un amuleto, refundido entre un montón de papeles, la astilla de madera virreinal arrancada de la horca.
Cuando tuve al impresionante pirata ante mí, me agui¬joneó una violenta corazonada que me llevó a rebuscar con desesperación aquel trozo de madera. Lo tomé entre mis manos. «Juan Exnem»… murmuré sin proponérmelo. De pronto, estalló un rugido parecido al de una bestia herida, y una emanación cubrió todo el entorno de mi biblioteca. Quedé enceguecido por unos instantes. Luego pude distinguir cómo se desvanecía mi biblioteca y sucumbía a los vapores más increíblemente acres. Aunque turbado, cubriéndome las narices con la manga de mi saco, percibí claramente la fetidez del agua muerta donde flotaban los ímpetus del coraje y las traiciones del amor.
Al cabo de unos segundos, toda aquella peste nauseabun¬da fue evaporándose y pude al fin recobrar la visión… estuve a punto de escribir «la visión normal», pero acaso podía ser normal que los estantes con mis libros se hubieran convertido en una maraña de sogas y velas… que el fuerte viento que corría en esos momentos no era el aire que deambulaba todas
GUIA DE TRABAJO SOBRE NOMINALIZACIÓN Y SUSTITUCIÓN LÉXICA
GUIA DE TRABAJO
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Alumno(a)
: ________________________________________________________________________________
Grado:
……… Sección: “………” Fecha: ___/ ___ / ___
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Responsables:
Prof. Esther Pulido Espinoaza
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1. Subraya los hiperónimos que sustituyen
a las palabras destacadas en el texto.
Como
sabemos, el Cusco es una ciudad
preferida por los turistas. Uno de
los lugares más atractivos para los visitantes es el valle del Urubamba. En esta zona podemos encontrar más de 180
tipos de orquídeas y diferentes animales como el oso de anteojos o el gallito
de las rocas. Y es que aquí se concentran más del 10%de la flora y fauna
del Perú. Eso sí, los mosquitos
están a la orden del día. Así que, cuando vaya, lleve un repelente contra estos
insectos.
2. Sustituye las palabras destacadas por
sinónimos y escríbelos en los espacios indicados.
a) El entrevistado dice que conoce bien la ciudad. Además, _________________ que
disfruta de la comida local.
b) Aprobó el examen. De hecho, los resultados de su ________________ son mayores
que los del promedio.
c) El vendedor fue muy persuasivo. El ________________ hombre
consiguió que compráramos la aspiradora.
d) Tuvo el coraje de decir lo que pensaba. Su ____________ le valió
reconocimiento público.
e) La lentitud de los trámites lo enfureció, ya que esta _______________
le podría costar su empleo.
f) Le hicieron una oferta por la compra de su casa. Pero rechazó esta _______________
porque estaban subvaluando su propiedad.
3. Escribe dos continuaciones para el
enunciado. En la primera, sustituye la palabra destacada empleando la
generalización; en la segunda, utiliza la explicación.
Se
encontró un yacimiento de oro en la
sierra.
·
______________________________________________________________________________________________________________________________________
·
______________________________________________________________________________________________________________________________________
4. Completa los siguientes textos con el
elemento nominal correspondiente al verbo destacado.
a) Por sustitución
Cuando eliminaron a Julio del equipo, quedó
resentido por el ______________. Él quería
pertenecer al equipo y no podía creer que su ____________________ no se
cumpliría esta temporada. Como no se explicaba
el hecho, la ___________________ de su madre lo tranquilizó: aún no tenía la
edad requerida. Ahora Julio confía
en jugar la próxima temporada y aguarda con ________________.
b) Por derivación
En el muelle conversaba con un amigo que navegaba desde hace mucho tiempo.
Durante la ____________________ me contó que su pasatiempo preferido era la
____________________. De hecho, él ya había competido en un concurso de veleros. Durante aquella
_____________________, las embarcaciones corrían
con el viento pero ninguna adelantaba a la otra. Entonces acordaron repetir la ________________ otro día. Sin embargo, parece que el
_________________ no se cumplirá, porque aún no recibe la llamada de los
otros ______________________.
5. ¡Evita las repeticiones! Sustituye las
palabras destacadas por hiperónimos, hipónimos, generalizaciones o
explicaciones.
El paisaje de la Lima
colonial se caracteriza por sus
balcones. Desde su fundación, Lima mostraba los balcones característicos
que conocemos. Los balcones coloniales fueron tallados en madera muy fina.
Durante el Virreinato, la madera también se utilizó en las esculturas. Estas
esculturas del Virreinato tenían una marcada influencia del arte sevillano.
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